17 Jun
17Jun

Existen los ángeles, aunque ellos casi nunca lo saben: son casi indistinguibles de los seres humanos, sin alas plumosas ni nada por el estilo. Y no todos son iguales, cada uno tiene un color propio. 

Mi vecina Clara, por ejemplo, es un ángel blanco. Había algo raro en ella. La escuchaba levantarse cada mañana lloviera o tronase, y a veces me la encontraba en el ascensor a deshoras, con profundas ojeras. Pero aunque no me encajara con un modo de vida normal, no le di mucha importancia. Cuando el Covid llegó, empecé a pasar mucho más tiempo en casa, pendiente de los ruidos fuera de la ventana (los pájaros, el ruido esporádico de algún coche al pasar) y dentro del edificio. Como doña Marina bajaba su carrito de la compra, los ladridos de Canelo cuando Pablo lo sacaba a pasear, los gritos y juegos de los niños de Julián. Y escuchaba a Clara. Salvo que ya no entrábamos juntos en el ascensor y que ahora llevaba una mascarilla, nada parecía haber cambiado. 

Cuando salíamos a los balcones cada tarde a aplaudir a los sanitarios, ella nunca aparecía... salvo el primer día, que se asomó por su ventana con mirada desconcertada. Clara era un ángel blanco, y aún no lo sabía. Hasta que un día, escuché sollozos en el pasillo. Me asomé por la mirilla y vi su cabellera rubia. 

Abrí la puerta, ella se sobresaltó y dejó de llorar. Tenía los ojos brillantes y dos surcos más oscuros en su mascarilla. —Perdona si te he molestado — dijo. —No importa. ¿Te encuentras bien? —Solo estoy un poco cansada — la mascarilla se le arrugó, como amagando una sonrisa. 24 25 — De nada. Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde estoy. 

Se deslizó dentro del apartamento y cerró la puerta sin hacer ruido. Aquel día, cuando bajaba a comprar, abrí la puerta del ascensor y me fijé en un folio escrito a mano que no estaba la última, y donde se leía: 

Nota a la vecina del 4ºA: “Sabemos que trabajas en el hospital y nos preocupa que eso pueda perjudicarnos al resto de inquilinos. Te pedimos que mientras dure esta situación no vuelvas más a casa y te busques otro alojamiento para evitar contagiarnos. Gracias”. 

No sabía quién había escrito aquello. Pero no es cierto que los ángeles sean inmortales: un papel puede matarlos. Bajé preocupado a la calle y me encontré con Pablo que volvía de dar una vuelta a Canelo. —Buenas. ¿Sabes algo de quién ha puesto el papel ese en el ascensor? —Ni idea. —Me parece increíble. Si ves a Clara dile que estamos con ella —dijo mientras entraba en el portal con el perro. Bajé a la calle. 

En la cola del supermercado me encontré con doña María, charlando a metro y medio de distancia con Julián, que iba con sus dos hijos mayores. — ¿Te lo puedes creer? ¿Cómo alguien puede pretender que se vaya a vivir a otro sitio? ¡Qué hipócrita es la gente! —decía doña María, con gesto de indignación. —Y con lo apañada que es la chica... —respondió Julián—. 

Me acuerdo de cuando la avisamos porque al mayor no dejaba de dolerle la tripa y lo mandó al hospital. Y menos mal, al final fue una apendicitis. Una bombilla se encendió en mi cabeza y tuve claro qué tenía que hacer. 

Cuando Clara salió para trabajar al día siguiente, se encontró con una mascarilla nueva colgada del pomo. Dentro había una nota: Querida Clara: Sé que eres un ángel blanco. Aquí tienes algo para ayudarte a sobrevivir en este mundo terrenal donde la bondad aún existe. Muchas gracias por todo ¿Puede acaso una situación así sacar lo mejor de nosotros mismos?

Isa Pérez Rodríguez 

Médico Pediatra, 30 años 

Madrid, España  

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